19 de noviembre 2018
Estoy sentado en un sillón del Starbucks que se encuentra en la segunda planta (me parece) de Palacio de Hierro en Polanco.
Desde que llegué a Chetumal hace quince días arrastro un resfriado marca diablo. He tenido que ir a trabajar, dar clase, corregir tesis y correr como taxista sin licencia esta gran ciudad.
Este «Buen fin» lo he pasado corrigiendo y viendo Netflix. Me acaban de sacar a rastras del depa, y fiel a mi costumbre, me he sentado a tomar un chocolate… y a ver y escuchar la gente que pasa a mi alrededor. Hoy hay muchos niños ricos paseando con sus papás por este lugar tan emblemático.
Sí hay diferencias entre el Liverpool, Harrods, El Corte Inglés, Palacio de Hierro; y otros espacios como Sears, Suburbia, las diferentes plazas comerciales gringas, que nos libran del frío, de la lluvia y de los carros, y que no dejan de imitar las largas calles comerciales europeas, en las que no te libras del frio ni del calor.
En común tienen que hay mucha gente mirando y otra mucha comprando. Para algo trabajamos como «idiotas»; para poder llevarnos un capricho a nuestras casas, y a los niños y a la familia al centro comercial (entre otras cosas). Eso de salir al campo tampoco es tan económico, para los citadinos, y además hay que tener energia para gastar (a algunos sólo nos queda para comer rico). Después de esta gripa, mis fuerzas, sólo llegan para sentarme en esta silla y tratar de contar cuentos a través de este teléfono que tengo entre los dedos.
Les comento que últimamente estoy disfrutando leer en el facebook, recuerdos de un amigo, que sin empacho nos cuenta, con una vena literaria interesante a veces, y cansada en otras ocasiones, sus reflexiones más íntimas… algunas grises… otras oscuras como la muerte… y otras nostálgicas, aunque llenas de una esperanza ingénua muy refrescante. Ese amigo fue importante en mi vida. Admirado, alegre cantor, simpático. Con él tomé una de las decisiones más importantes de mi vida cuando tenía apenas 17 años. El llegó a tirar el penal, que le sirvieron otros grandes amigos. Con él me tocó descender una montaña en Andorra a toda velocidad, porque uno de los chicos que iba con nosotros había sufrido un accidente grave cuando iniciábamos el descenso. Bajamos tan rápido que los bomberos nos llamaron locos, y mi amigo, entonces en sus 30 y tantos, se tomó un whisky, o un cognac (quien se acuerda) para sobrellevar el susto. El muchacho, hijo de un guardia civil, sobrevivió (el golpe fue espectacular). Nunca lo volví a ver, y nadie nunca nos agradeció ese descenso de locos.
Sus líneas me están animando a escribir desde esta butaca del Palacio de los ricos mexicanos y no contar mucho.
No tengo ganas de escribir sobre política. Me da mucha pena leer comentarios intolerantes sobre la caravana de migrantes. Tengo rabia por el autoritarismo en el que vivimos, y que va impedir que regrese a Quintana Roo a trabajar y a escribir con libertad sobre la cosa pública. Tengo respeto de seguir escribiendo sobre política nacional …. son un mínimo de seis años de pejismo los que tenemos por delante… y en el caso de abrirme un espacio lector, ya no quedan lugares en donde refugiarse.
Sin embargo, supongo, que de la misma forma que enfrento los centros comerciales, y que bajé con mi amigo aquella montaña en Andorra, lo seguiré haciendo cuando tenga ganas y fuerzas.
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