3 de febrero del 2020
Todavía tengo engarrotados los músculos de las piernas después de la ruta a la que en el día de ayer nos aventuramos.
El Capitán de Navío Héctor Rubio y su hermano Juventino organizan cada año esta tradición el 2 de febrero.
Este año nos unimos el Capitán de Navío Juan Carlos Ramos, su hija Ximena y su servidor acompañado de mi tocayo Barrachina II
Dormimos en Cuernavaca y bien temprano salimos al centro turístico cercano al río. De allá nos llevaron en camioneta a un rancho y empezamos a caminar por la montaña un par de horas hasta llegar al inicio de la travesía de 6 km de río subterráneo.
Subimos y bajamos montaña, y hasta nos tuvimos que deslizar por un cable de metal y un par de escaleras pegadas a la pared, para descender unos 30 o 40 metros antes de llegar al río.
Les he de confesar que decidí hace muchos años que uno de mis lujos irrenunciables es bañarme con agua caliente (incluso en el verano más caluroso de Chetumal), y que no meto mis pies en río o alberca fría ni en mis peores pesadillas.
Me habían dicho que él agua del Chontalcoatlán venía del Nevado de Toluca y acepté el reto, o sea que ni modos me metí sin pensarlo.
En las instrucciones que nos habían facilitado, que luego me enteré que ni los organizadores habían leído decía que nos teníamos que untar de vaselina el cuerpo y que lleváramos chocolates y nueces para agarrar fuerzas.
Sin calcular el tema de los 6 kilómetros atravesando el río y sorteando piedras me dispuse a cumplir las instrucciones y comí porque las dos horas de caminata ya me habian dejado medio maltrecho.
Sin respirar, y después que nos bautizaran con agua del río, nos metimos sin pensarlo demasiado a las 10 con treinta minutos.
Estaba fría la corriente, pero ni modos; nuestra respiración mostraba visualmente que hacía frío, pero era lo que nos habían dicho y estábamos iniciando.
En esos primeros metros Juan Carlos se dio un madrazo en la rodilla bien fuerte, pero como los marinos son bien machos no nos enteramos hasta el recuento de daños (también se le renventaron dos ampollas horribles y tampoco abrió la boca).
En poco tiempo nos acostumbramos al río. No encontramos animales, salvo huellas de murciélagos y alguno que otro que le gustaba mostrarse frente a los focos que llevábamos en los cascos.
El camino se convirtió en un continuo cambio entre el agua del río, la arena de las playas subterráneas y las rocas omnipresentes de los laterales.
Todo fue tranquilo, hermoso y silencioso. Bien entrada en la caverna, que tenía unos techos imponentes, y después de acostumbrarnos a que la oscuridad nos rodease, nos encontramos con un espacio en el que se presentaban varias imágenes religiosas católicas, y en el que el Club de Rotarios tenía un asta de bandera muy bien conservada.
En esos momentos todo estaba relajado y el agua nos había hecho relajarnos de la caminata. A Ximena le gustaba nada de muertito, y a mi clon estar a mi lado.
A mitad de camino, nos encontramos con la «claraboya». Ya empezábamos a estar cansados. Este punto, tiene una apertura en el techo, porque seguramente se desprendió el mismo en algún momento. Casualmente tiene un espacio en donde se puede descansar y aprovechar para comer chocolates.
Ese punto es en el que toda persona sensata dice, aquí me bajo; pero la claraboya está bien alta y no queda de otra que seguir.
En ese momento Juventino me dijo condescendiente que quedaba algo menos de la mitad del camino, por lo que procedí a animarme y a no tener prejuicio de consumir los chocolates que quedaban.
En las instrucciones señalaba que teníamos que llevar una mochilita, y pues yo cumplo. A esas alturas ya se me había hecho común tirar los tres o cuatro litros de agua que entraban en ella y seguir caminando para cargar menos peso.
Sorteamos unos tubos que los campesinos tenían para extraer agua y continuamos la ruta.
El reto inició de verdad en ese punto, porque las fuerzas empezaron a flaquear. En esas profundidades yo me encontraba mucho más a gusto nadando en el río que en las rocas de los laterales.
Mis acompañantes se rien de mí porque a partir de ese momento empezaron a escuchar a una persona decir Uuuuttttaaaa; y a continuación a otra más preocupada preguntando: ¿Estás bien papi?
Héctor directamente se ocupó de mi clon y yo me concentré en llegar sin una torcedura y lo más entero que podía. Me golpeé duro cuatro o cinco veces, pero el agua del río me calmaba.
Héctor y Juventino estaban preocupados porque no llegábamos al sifón … y la neta .. a esas alturas me valía un cacahuete saber lo que era el sifón.
Cuando llegamos me di cuenta del porqué de la preocupación. Algún samaritano puso una soga con nudos para escalar la pared que nos permitía evadir ese punto. Se olvidaron, sin embargo, de poner otra de bajada. A pesar de que era mármol bien liso, me acomodé un santo guamazo en la bajada, que pudiera haber sido peor si no hubiera sido por mi experiencia brincando rocas en las montañas de Girona. En ese momento el ruego del cachorro ya fue algo angustiante, pero como vio que estaba de pie y vivo seguimos adelante.
A partir de ese momento él se convirtió en el líder de nuestra pareja y yo en el sumiso seguidor de pasos.
Un tiempo después llegamos a una playa subterránea deliciosa, y creo que Juventino me dijo que podíamos descansar cinco minutos.
Ximena, mi tocayo y yo casi nos dormimos fundidos en la arena.
Juve me paso su bastón. A esas alturas yo ya había perdido tres, atravesando «rápidos» de orilla a orilla del río (por supuesto derivado de mi pérdida de equilibrio y correspondiente chapuzón).
En ese tramo entendí que sólo quería estar dejándome llevar por la corriente; ya no quería brincar más piedritas, ni deslizarme por el marmol. Seguía vaciando los litros de agua de mi mochila y no podía comer más chocolates porque me los había comido ya.
Íbamos llegando al final del recorrido y encontramos un chorrito con agua caliente que bajaba de la montaña. Héctor y Juventino lo estaban esperando o sea que todos estuvimos felices.
Ya visualizando la llegada, me cuenta Juan Carlos, que me ayudó a bajar unas rocas, y que yo en lugar de hacerle caso me aventé con mis santas posaderas contra las rocas.
De eso, sinceramente no me acuerdo. En esos momentos yo sólo me fijaba en no torcerme el tobillo y les prometo que le rezaba a la Virgen para que todos llegáramos con bien.
Fue una experiencia extraordinaria. Juan Carlos iba al frente, a pesar de su herida silenciada, abriendo camino con Juventino. Ximena nadando de muertito al lado de su papá, y Héctor cerrando y cuidando a mi cachorro. Yo trataba de llegar vivo y de meterme al agua a la menor oportunidad.
La etapa final ya a las 17 y 10 minutos de la tarde fue subir las escaleras que nos llevaban a nuestro punto de origen. Yo había estado presumiendo que mi único deporte era subir y bajar escaleras, y que estaba certificado en ello. O sea que tuve que cumplir y subir al ritmo que pude.
¿Que si repetiría? Seguramente en cuanto pueda entrar y salir del carro y levantarme sin problema, decidiré que sin pedos me aviento de nuevo. Este año nosotros cumplimos con la tradición y superamos el reto.
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