18 de julio 2019
He de confesar que soy una rata del sistema: de lo peor. Les voy a compartir las veces que supuestamente he “pecado” como señala el presidente de México. He presentado 73 ponencias nacionales e internacionales desde 1993 hasta la fecha en diferentes congresos. Estos trabajos se han presentado en 17 países y en 34 ciudades de Europa y América (no he salido más allá). Además, me han invitado a impartir 97 conferencias o cursos de menos de 20 horas en 11 países y 21 ciudades (la mayoría se repiten con los sitios a los que fui a presentar ponencias, pero no todos).
En muchas ocasiones me ha pagado mi universidad de adscripción, o proyectos de investigación en los que he estado integrado. En la mayoría de los casos me han invitado organizaciones externas, y en no pocas ocasiones he pagado mi participación, o he puesto de mi bolsa para complementar lo que me entregaban como viáticos. Son muy pocas las ocasiones en que he recibido honorarios por estas actividades; normalmente con pagarte el billete, darte hospedaje y atenderte “bien” todo queda arreglado. Para muchos compañeros míos esto les parecerá muy poco, para otros les parecerá mucho. Para un empresario, o para un comercial que se las vive en los aviones le parecerá ridículo.
¿Por qué vamos a congresos y aceptamos invitaciones para dar cursos y conferencias? Por varias razones: 1. Presentamos a debate nuestros momentos iniciales de investigación, los momentos intermedios, o las conclusiones de nuestros trabajos. En ocasiones nos repetimos porque nos lo demandan, o porque no tuvimos tiempo de preparar bien un tema; 2. Establecemos redes y contactos. En congresos me han salido trabajos, colaboraciones para publicar artículos, y hasta invitaciones para integrarme en grupos de investigación; 3. Conocemos lo que otros académicos están trabajando, intercambiamos opiniones y hacemos comunidad; 4. Nos encontramos con colegas y amigos, que vemos de tanto en tanto, y aunque sea nos tomamos un café o nos damos un abrazo en un lobby de algún hotel; 5. Salimos de nuestra zona de confort y tenemos que ponernos abusados para no quedar como unos incompetentes (en ocasiones es un gran esfuerzo); 6. Damos presencia a nuestra institución académica y participamos de los debates más actuales.
¿Y el turismo? Pues si se hace, pero mucho menos de lo que parece. Normalmente un congreso dura 3 o 4 días, y te la sueles pasar de conferencia en conferencia. En otras ocasiones te das una escapadita, pero no suele ser significativa, a no ser que aproveches para pedir unos días de vacaciones.
Yo he tenido varios viajes muy locos; de esos que no entran ni de chiste en la categoría “turística”. En una ocasión me tocó volar de Washington DC a Lima a una actividad de Naciones Unidas. Mi jefa estaba paniqueada porque era la primera vez que yo hablaba en ese foro, y no quería que hiciera el ridículo. Total, que me puso a trabajar todo el vuelo, porque yo no tenía bien preparada la ponencia. Llegamos a las 12 de la noche, al día siguiente trabajamos todo el día y cenamos en casa de un embajador; volvimos a trabajar todo el día en la mañana y a las 12 de la noche teníamos nuestro viaje de regreso. Lo único que ví de Lima fue el tráfico del aeropuerto al hotel (en donde trabajamos). En otro viaje a Perú me tomé un día para ver unos amigos y conocer algo el centro de la ciudad.
Esta experiencia de no acabar de desempacar y agarrar el avión de regreso me ha pasado muchas veces. En una ocasión, un viejo lobo de mar, al que las cifras que les comparto le parecen ridículas (se la pasa viajando), me debió de ver la cara de angustia, y me aconsejó: “siempre que vayas a un sitio en el que no hayas estado quédate por lo menos un día para conocer”. Dicho esto, me dio un día de viáticos no contemplado y me mandó a ver volcanes en Costa Rica. En otra ocasión me sobró una tarde en San José, y llovía tanto que no me tocó de otra que meterme en un cine y verme 3 películas, antes de regresar al hotel.
Anécdotas de este tipo a todos nos han pasado muchas. En un viaje a Chipre, en un congreso que debía durar 4 días, entre los “guamazos” que se dieron los ponentes el primer día, el sustito que me agarró y el agotamiento del viaje, me enfermé y me pasé un día completo en el hotel pegado al inodoro. En otro a Guatemala viajé un día después de una “litotricia” y anestesia completa para dar un curso. Estuve a punto de cancelar, pero sí me pagaban algo, y el público era importante. Me presionaron mucho. Era un curso en La Antigua, las habitaciones tenían un costo de 350 dólares la noche, y tuve que ir porque todo estaba organizado. Aguanté físicamente, pero los anfitriones fueron tan desconsiderados que me abandonaron en la Antigua, y tuve que regresar por mis medios a la Ciudad de Guatemala. Por suerte, uno de los alumnos, que trabajaba en la Secretaría de Gobernación, se apiadó de mí, y me mandó al jefe de la policía de La Antigua, y trepado en su camioneta me regresaron a la ciudad. Una de las últimas locuras fue mi viaje al congreso de la Asociación Mexicana de Estudios Internacionales el año pasado. No tenía días libres, ni dinero, ni nadie me apoyaba económicamente; por lo que me agarré un camión por la noche, llegué a las 6.00 am a la ciudad; presenté mi ponencia y moderé una mesa, y me regresé en el camión de las 15.00 pm. Así son las cosas en el mundo de los académicos.
Los que me conocen saben que no me gusta agarrar aviones. El primer congreso importante que asistí fue en Amsterdam en 1993, y el que entonces era mi profesor me dijo: “deja de poner cara de susto, porque vas a tener que volar en muchas ocasiones”. Y tuvo mucha razón. Ese espanto se me pasó de golpe en un viaje a Nueva York de ida y vuelta rápida. Salimos en el vuelo de las 6 de la mañana, tuvimos una reunión en un 2 de enero (todo nevado), y regresamos a las 9 de la noche. Me enfermé y vomitando entré al avión. Se me acercó un oficial de color de casi dos metros de altura, y me dijo que si me paraba media hora después de despegar, o media hora antes de aterrizar en Washington DC, me arrestaría por las leyes aeronáuticas que aplicaban después del 11 de septiembre. El vuelo dura 45 minutos, por lo que se me cortó el malestar, y creo que hasta descansé en el vuelo.
Mi forma favorita de hacer trabajo de campo, y de desplazarme es en mi auto. He hecho miles de kilómetros en solitario. Mi carro es una extensión de mi personalidad. El que más viajó conmigo fue una Jeep Cherokee Sport, con la que recorrimos varias veces Centroamérica. Alejandro Monjaraz y Jimmy Ramos fueron mis compañeros en muchos de esos viajes, en los que nos metimos en lugares muy complicados de la frontera sur de México; y también asistimos a algún congreso bien especial (me tocó moderar una mesa en Belice, con un balón de futbol enfrente de mis narices -como el que tenía Tom Hanks en la película “El naufrago” y con unas chicas bailando tras la mesa-; Jimmy me dijo durante años que si logré moderar esa mesa era capaz de cualquier cosa en la vida). Un viaje fantástico es el que hice en el 2013 con Manuel Alcántara por todo Centroamérica, dando conferencias en cada país, como los artistas. Un día llegamos de Costa Rica a Managua, dimos una conferencia por la mañana, y por la tarde estaba yo tan agotado que en la segunda conferencia no me salían las palabras. Me sentí horrible, y me fui a dormir, mientras los demás se iban a hacer “turismo” en Granada. Al día siguiente la ponencia que tenía que impartir salió muy bien.
Con los alumnos he tenido cuatro viajes importantes en camión, y un par en avión. En Honduras los metí a dormir tres noches en un cuartel militar, en la frontera con Nicaragua pasamos una noche sin poder pasar la frontera, mientras diluviaba y nos recogíamos en un bar de mala muerte (viajamos dos autobuses a un congreso en Costa Rica desde Chetumal). En otra ocasión, en la frontera de Guatemala, regresando de Honduras, una vez casi tenemos que pasar sin documentar el camión. Después de mucho rato “negociando” señalé que el autobús de la Universidad era mío porque yo era una autoridad de la Universidad, y que por lo tanto no necesitaba un permiso notariado (ese fin de semana entró en vigor esa normatividad).
La tensión de la negociación fue tan intensa que cedieron … y durante mucho tiempo don “manuelito” me llamó “patrón”. Unos meses después tuvimos un accidente en la carretera, regresando de Oaxaca. Fue muy feo, pero ninguno de nuestros chicos se lastimó. Yo estaba despierto a las 5.00 am, y nos impactó un carro con gente alcoholizada de frente, no muy lejos de Candelaria (Campeche). A partir de entonces ya no me “dejaron” estar de responsable de un viaje de alumnos. Quizás se dieron cuenta de los riesgos, o empezó la crisis económica de la UQROO, y a que estábamos en el 2008.
En avión me fui con estudiantes de maestría a Panamá y a Buenos Aires. ¿Creen que salí de los congresos a conocer las ciudades? Ellos son testigos. En Argentina, aterrizando tuve una reunión a las 9.00 am; no ví nada de la ciudad y regresando me subí en vivo al avión …. dormí como un bendito, hasta que unas turbulencias muy fuertes me despertaron sobre los Andes. Finalmente, llegamos tarde a Belice, y perdí el avión, con lo cual al día siguiente me tuve que desplazar a la central camionera de Belice City, y llegar hasta Chetumal bien entrada la noche.
Como en todos los oficios hay que tomar riesgos; son muchas las veces que he rezado en situaciones de tensión, o como en esa vez en Guatemala, que después de tener a lo alumnos a salvo y en ruta, me he tenido que tomar media botella de ron en silencio. De todas estas experiencias se aprende. Sin estas experiencias no puede existir la academia, ni la universalidad necesaria para crear ciencia.
AMLO se equivoca, y debe permitir que como en todas las actividades económicas, tanto los becarios de CONACYT, como los profesores tengan los apoyos y permisos necesarios para seguir desarrollando la ciencia en el país. No es turismo académico. Es trabajo, mal pagado, sacrificado y en ocasiones arriesgado.
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