Nieta de un alcalde de Villanueva de Gallego, viejo cacique del desierto de Zaragoza, al que cuentan las leyendas, que el pueblo compró un par de calcetines al partir en tren a ver al rey Afonso XIII a Madrid (aunque no consta si se los puso).
Hija de Manuel Lisón, que por miope e inteligente fue el único de los hermanos mayores que no fue a la guerra a luchar por la República española, y al que le tocó gestionar las ovejas y los campos de la familia en esos momentos complicados (incluida la «toma» de nuestra casa familiar por parte de las tropas italianas fascistas para usarla de cuartel).
Enamorada de un muchacho inquieto, que era hijo de un «rojo» que se «escondió’ en el pueblo al acabar la guerra, y que había trabajado como conductor de tranvías en Barcelona y cuidador de unas minas (además de peón caminero). Era éste, un chico de escasos recursos económicos al que mandaron a estudiar y trabajar a Barcelona, por su «habilidad para manejar el tractor» y con el que ocho años después de casó.
Mi madre era una mujer prudente y discreta. De una inteligencia natural impresionante, especialmente para reconocer el interior de las personas. Le tocó ser paciente, porque estuvo casada con un tren de mercancías imparable y tuvo dos hijos con una personalidad muy fuerte.
Tenía una gran mano izquierda. Si hubiera vivido en otra época y hubiera entrenado el análisis político, hubiera podido ser una excelente política.
Sin embargo, se dedicó a cuidarnos toda su vida a los tres.
Siguió y acompañó siempre como escudera y consejera al torbelino bien intencionado de mi padre, que arrasa como huracán por donde pasa, siendo ella el bálsamo y la cara amable de la familia, y él la «simpatía desbordante» que organiza, monta y desmonta; antes de que te haya dado tiempo de respirar.
El día que mi padre «decidió» que había conocido a unos curas que consideró que no eran hipócritas, ella sonrió aliviada y empezó a acompañarle organizando innumerables peregrinaciones marianas. Se hicieron los dos del Opus Dei, y dejaron huella.
Es un orgullo, como hijo, encontrarse en el velorio la cantidad de gente que quería a mi madre por su calidad humana. Es incluso sorprendente, que a una persona normal, sin estudios formales, sin riquezas conocidas y sin influencia política, le lleguen a despedirla con cariño no sólo familiares y amigos; sino que se presenten los actuales dirigentes en Catalunya del Opus Dei ofreciéndole sus responsos y conviviendo un rato como familia -en mi caso me tocó convivir con ellos en mi adolescencia y fue una sorpresa reconocernos y darnos un abrazo que proviene de esas amistades que se clavan en el corazón cuando tienes menos de 20 años-, o que en Torreciudad, el importante santuario dedicado a la virgen al norte de Huesca, le dediquen una nota en redes reconociéndose el trabajo de años como coordinadora de delegadas regionales, y como impulsora, con mi padre, de innumerables peregrinaciones (incluyendo el trabajo con comunidades latinas en España, como la ecuatoriana o la hondureña)
Cuando un aragonés con el carácter y la convicción que tiene mi padre se decide por algo, es mejor quitarse de enmedio, o acompañarlo discretamente y eso hizo ella toda su vida.
Mi madre era una gran consejera. Con un sentido común pasmante. Cada semana hablábamos por teléfono, y sobretodo ella me ponía al día de todo. Yo le contaba también casi todo lo que hacía. A pesar de las mil locuras que hecho, entre ellas pensar muy diferente a ella, nunca me censuró nada. Ni trató de manejarme en una dirección y otra. Mis padres siempre me educaron en la libertad más absoluta, y especialmente ella me transmitió el coraje y la fuerza para hacer las cosas.
Les comparto dos anécdotas breves muy aclaradoras. En mi primer año de bachillerato, reprobé siete materias en junio. Estaba yo lloriqueando en la tina. Ella entró y en lugar de reprenderme, me dijo: «¿vas a ganar algo llorando?», «¡ponte a estudiar y resuelve en los exámenes de recuperación!». Logré aprobar cinco materias y no perdí el curso. En otra ocasión aparecí con la chamarra quemada por un cigarro, y ella se me lanzó al cuello y me señaló » fuma si te da la gana, pero no me quemes la ropa como tu padre». La verdad es que nunca he fumado y alguien debió apagar su cigarro en mi chamarra.
Esa mujer dulce, tenía también un carácter de armas tomar, y era mejor no enojarla.
En mi casa se murieron mis cuatro abuelos. A todos los cuidó mi madre. Con la hermana de mi padre, que ahora tiene 93 ya no se atrevió, y ella está todavía en una residencia. Le fuimos a comentar la muerte repentina de mi madre hace dos días y nos dijo. «¿Como puede ser eso?, ¡Maribel no ha estado enferma nunca!».
Esa era mi madre. Una aragonesa del desierto. Dura, sobria, amable y cálida. Quizás por esa razón aquí no llora nadie, porque su carácter está enterrado en nuestras almas, y ella nos hubiera pendejeado si nuestra reacción fuera diferente.
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